El vestido de novia
Cuento
Lima es una ciudad hermosa y
colonial; el centro mismo está compuesto por vetustas casonas, que aún
conservan su arquitectura del tiempo del virreynato. Los altos balcones de antigua madera adornan
las angostas calles, que en las noches son alumbradas por faroles de estilo
colonial. La Plaza de Armas con su bella
catedral y sus flores fragantes son admiradas por lugareños y turistas.
Un domingo soleado se
encontraban algunas personas descansando en las bancas que bordean la
plaza. Una joven estaba distraída
mirando a las aves que merodean por allí; y el muchacho que estaba sentado a su
lado, tenía en sus manos una bolsita de palomitas de maíz, y se entretenía
arrojando al suelo algunas de ellas, hacia las cuales corrían las hermosas aves
a picotear; y llenándose el buche se paseaban glamorosas, luciendo sus plumas
tornasoladas. De pronto el joven reparó en la jovencita que estaba sentada a su
costado, y le ofreció su bolsa de palomitas de maíz, a lo cual ella con una
sonrisa aceptó y metiendo sus finos dedos, tomó unas cuantas y empezó a
saborearlas y comentó: -“Gracias, están saladitas.-“ Y el joven contestó: -“No
hay porqué-“ y enseguida le preguntó a la chica por su nombre. Ella respondió:
-“Rosalinda-“ a lo cual el muchacho extendiéndole la mano le dijo: -“Mucho
gusto-“ (saludo que ella correspondió). Y él agregó: -“Yo me llamo Victor, para
servirle-“ y ella con una sonrisa contestó: -“Gracias-“
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Rosalinda tenía los ojos verde
uva, que brillaban aún más con la luz del sol, y al sonreir se le formaban unos
graciosos hoyuelos en las mejillas.
Victor era de contextura delgada y de tez trigueña, y con una mirada muy
sugestiva. Ambos empezaron a conversar
sobre sus propias vidas, ella le contó que era costurera y que se ganaba la
vida cosiendo. Él le dijo que trabajaba
en una casa grande, en una hacienda en las afueras de Lima; su empleo era de
mayordomo. Pasaron como dos horas y ya
empezaba a correr un vientecito que anunciaba el crepúsculo. Entonces Victor y Rosalinda tuvieron que
despedirse, no sin antes citarse para el próximo domingo en la misma plaza
céntrica, a las dos de la tarde. Se
alejaron felices, ambos llevando en el alma una nueva ilusión. Victor trabajaba en las afueras de la ciudad
en una casa antigua, en un pueblito bastante solitario. La dueña de la hacienda era una señora viuda,
que tenía mucho dinero. Incluso guardaba
bellas joyas de oro dentro de un cofre en su dormitorio. La casa era un tanto siniestra por fuera, era
de color plomizo, con una ancha puerta de cedro. La mansión por dentro estaba cubierta de
alfombras persas, algo gastadas. De los
techos colgaban grandes lámparas de cristal.
Las ventanas eran más bien pequeñas, lo cual dejaba entrar poca luz al
interior. Aparte del dormitorio de la
señora, habían dos más en el piso de abajo. Uno era ocupado por Victor, y el
otro por una cocinera, que también dormía allí.
Ésta era una señora de cierta edad, pálida de rostro, de mirada torva,
que ostentaba en sus labios un gesto agrio; era un tanto sigilosa y de pocas
palabras.
Pasaron los días, hasta que
llegó el ansiado domingo y los jóvenes otra vez se encontraron a la hora que
habían acordado.
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Pero esta vez Victor no
solamente llevaba sus acostumbradas palomitas de maíz, sino que llevaba un ramo
de rosas rosadas para Rosalinda. La
joven recibió alborozada las flores, y él tuvo la osadía de darle un beso en la
mejilla, con lo cual ella se ruborizó un poco, pero en sus ojos chispeantes se
notaba la felicidad. Y así fueron
pasando los días y los meses, y poco a poco Rosalinda y Victor se fueron
enamorando domingo a domingo. Algunas
veces en la Plaza de Armas se distraían observando a los carruajes jalados por
corceles blancos, que paseaban a los turistas. ¡Era todo un espectáculo! Otras veces se iban a divertir a los juegos
mecánicos que habían en una feria de la avenida Aviación. Emocionados subieron una y otra vez a la
montaña rusa. Y comían sabrosas manzanas
acarameladas. Lentamente empezaron a
darse cuenta que se amaban y que deseaban unir sus vidas en matrimonio. Y así
transcurrió un año, y Rosalinda compró con sus ahorros una bella tela de seda y
encaje blanco, y empezó a coserse su vestido de novia. Y al cabo de tres meses lo tenía listo y bien
acabado. El vestido relucía con perlas
blancas incrustadas, que Rosalinda había
cosido a la tela prolijamente.
Una noche en la casa donde
trabajaba Victor, entraron dos mozuelos delincuentes, en plena madrugada. Entraron por una de las ventanas que estaba
semi abierta; y muy sigilosamente se escabulleron hasta el segundo piso, donde dormía la señora viuda. La intención de los malvivientes era el
robo. Pues en el pueblo cercano, muchos sabían que aquella señora tenía
dinero. Los ladrones tratando de no
hacer ruido, empezaron a abrir los cajones de la cómoda; pero uno de ellos
reparó en el cofre que estaba encima, y al abrirlo se dieron con la sorpresa de
que habían joyas
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de oro de mucho valor. Pero de pronto una de las alhajas cayó al
piso, e hizo ruido, por lo que la viuda se despertó sobresaltada, y al ver en
la semi penumbra a los extraños en su dormitorio, empezó a dar gritos de
auxilio, y en su nerviosismo se avalanzó sobre uno de los malhechores, en su
afán de evitar que huyera con el botín; y el delincuente sin ninguna compasión
sacó un puñal afilado, que tenía escondido entre sus ropas, y le asestó a la
anciana dos puñaladas en el pecho. Ésta
cayó agonizante al piso, y el asesino emprendió la huída en el preciso instante
en que Victor forcejeaba en la escalera con el otro delincuente, pero en
aquella oscuridad todo fue confusión para el joven mayordomo, que había
despertado con los gritos de su patrona, y a pesar de que intentó detener a los
maleantes, ambos lo empujaron con violencia y no pudo evitar que huyeran.
Entonces Victor fue hacia la
señora que se hallaba tendida en un charco de sangre; y el joven al notar que
la viuda aún tenía signos de vida, intentó en vano de sacar el cuchillo aún
incrustado en su pecho; pues allí al instante la doña expiró. Victor decidió no mover el cadáver, y se
apartó horrorizado de lo que veía, pues no podía creer lo que había
sucedido. Bajó los peldaños, todavía
aturdido, y pensaba en ir a despertar a la cocinera, pero recordó que aquel día
martes ella le había pedido permiso a la patrona para ausentarse. Estaba solo en la gran casona con un cadáver;
de pronto reparó en que sus manos y sus ropas se habían manchado de sangre en
su afán por ayudar a la víctima.
Presuroso fue a lavarse en el fregadero de la cocina. Y luego corrió a cambiarse de ropa, pues cayó
en la cuenta de que debía ir a dar parte a la policía sobre lo acontecido. Salió a la calle un poco atontado todavía; ya
empezaban
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a notarse en el cielo las
primeras claridades del alba. Y con
pasos vacilantes, Victor se encaminó hacia la comisaría del pueblo. Tardó media hora en llegar, y cuando al fin
estuvo allí, el joven se desplomó en una silla, y declaró a los policías sobre
el crimen que acababa de presenciar, e hizo la denuncia. Las autoridades escribieron todos los datos
que el joven les facilitó, pero dijo claramente que no podría identificar los
rostros de los facinerosos, pues en aquel momento había una gran oscuridad en
las escaleras que subían al dormitorio.
Los policías fueron con Victor hasta la desolada mansión, y acordonaron
todas las inmediaciones del lugar.
Pasaron varias horas hasta que llegó el juez para ordenar el
levantamiento del cadáver. Se hicieron investigaciones todo ese día; inclusive
un perito en criminalística se apersonó para tomar huellas digitales, tanto de
las ventanas, como del pasamanos de la escalera, del arma homicida, y del dormitorio de la occisa.
Rosalinda se levantó aquella
mañana con la misma ilusión de cada día, tenía pensado entregar una falda y una
blusa a una clienta, y después de desayunar se dispuso a sacar los hilvanes de
hilo azul a las prendas que debía entregar; y encendió el televisor para
escuchar el noticiero del mediodía.
Ymientras iba dándole a aquella falda los últimos acabados, escuchó una
noticia que la dejó petrificada:
“Esta mañana fue hallado el
cuerpo sin vida de la hacendada María Eugenia Paulet, en su casa en las afueras
de la capital. El cadáver mostraba
heridas punzo cortantes a la altura del corazón, lo que habría ocasionado su
muerte. Se sabe que la acaudalada dama
era dueña de una cuantiosa fortuna, por lo que se presume que el
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móvil del crimen haya sido el
robo. Hasta estos instantes se tiene por supuesto culpable al mayordomo de la
casa de nombre Victor Lara, ya que se han hallado sus huellas digitales en el
arma homicida, como así mismo, ropas del supuesto homicida con rastros de
sangre de la fallecida. Más detalles de
ésta y otras noticias en el noticiero de las 8:00 p.m.”
Rosalinda dejó caer sus brazos
en actitud de abatimiento. Sus ojos se
llenaron de lágrimas, pues no podía creer lo que había escuchado. ¡El nombre de su Victor ligado a un hecho tan
espeluznante! Por causa de algunas
“pruebas fehacientes”, como el arma homicida con las huellas dactilares del
mayordomo de nuestra historia, y aquellas ropas con rastros de sangre que
Victor se cambió apresuradamente, el joven novio estaba en graves
aprietos. Fue enmarrocado y llevado a la
carceleta del Palacio de Justicia. Allí
pasó las horas más lóbregas de su vida.
Fue torturado y mezclado con delincuentes avezados, todos amontonados en
una misma celda. Dos días después con el
rostro desencajado y macilento fue conducido a un penal para reos
primarios. Victor carecía del suficiente
dinero para solicitar la defensa de un buen abogado, así que tuvo que optar por
un abogado de oficio, que se ofreció para ayudarlo.
En una lúgubre calle del cono
norte de la ciudad, mientras un inocente era injustamente castigado, dos
asesinos festejaban su fechoría, riendo
y libando licor, -“Ésta si que la hicimos bien-“ decía uno de ellos.
Mientras el otro le respondía: -“Gracias a la seño… que nos pasó el dato,
pudimos hacer nuestro trabajo.-“
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(La “seño”…a la que se
referían, era la cocinera de la fallecida hacendada). Recordemos que sospechosamente esta mujer
había pedido permiso aquel fatídico martes, para ausentarse de la casona. La cocinera, agazapada en la sombra de aquel
cuarto miserable, observaba, escuchando lo que sus cómplices decían, a lo cual
ella agregó: -“No se olviden chicos que después de vender las joyas, tienen que
darme mi parte.” A lo que ellos
contestaron entre risas: -“Si vieja, no nos vamos a olvidar de ti.-“ Pasaron muchos días, las hojas del almanaque
fueron deslizándose una a una, y se las fue llevando el viento. Hasta que pasaron seis meses de aquella
aciaga madrugada. Hacía tan sólo un mes
que le habían dictado sentencia al joven Victor. Una mañana de invierno en un
tribunal atestado de gente, algunos de ellos curiosos, otros eran familiares de
Victor, dos jueces y un fiscal, y en medio de todos ellos, una frágil paloma
con su blanco luto en el corazón y los ojos arrasados de lágrimas…era
Rosalinda, la noviecita afligida, la de las ilusiones truncadas, la del dolor macerado en desvelos…de pie
allí, frente a su amado, el cual tenía la barba crecida y las ojeras profundas;
más delgado que nunca, se consumía en la angustia de la espera, hasta que
después de un breve silencio, se escuchó la voz pausada del fiscal…y una frase
que traspasó dos jóvenes almas, que desangró dos humildes corazones que se
amaban: -“¡Y se le condena a Victor Lara
a 32 años de prisión, por asesinar con premeditación , alevosía y ventaja, a su
víctima, la hacendada doña María Eugenia Paulet!-“ Rosalinda se desvaneció en la banca donde
estaba sentada. Algunas personas compasivas la levantaron, y le daban aire
agitando sus manos sobre su rostro.
Luego todo pasó muy rápido. El
joven reo fue llevado a su celda. Y los
días siguieron uno tras otro.
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Una tarde de agosto, se
encontraban los dos novios almorzando juntos en su rinconcito del penal, en una
de las visitas femeninas que se hacía semanalmente. Ambos, una semana anterior habían acordado
terminar con aquel suplicio, ya que a Victor le habían anunciado que sería
trasladado a una prisión de una lejana provincia. Sabían que no podrían soportar una separación
definitiva, que no iban a asumir un dolor que iría más allá de sus
fuerzas. Rosalinda pudo pasar aquella
mañana el control de la policía, sin
ningún problema, nadie se percató de lo que ella traía oculto en uno de sus
zapatos. Fue a la hora del almuerzo,
cuando el pabellón “B” se encontraba atestado de visitas. Habían niños, habían madres y esposas,
algunas reían, otras lloraban. Y de
pronto Rosalinda sacó un diminuto frasco de su calzado, y vertió el contenido
en los vasos de limonada que Victor y ella estaban tomando. Ambos apuraron aquel cáliz de muerte de un
solo sorbo. Enseguida se abrazaron
llorando. Y aquella pócima en breves
instantes empezó a hacer efecto en esos dos cuerpos que se amaron.
Se escucharon luego sus gritos
y gemidos de dolor, y los presos que se encontraban en el patio dieron aviso a
los gendarmes que custodiaban las celdas.
Llegaron dos policías con prontitud; y después de unos minutos de forzar
las rejas, éstas cedieron; y vieron un cuadro terrible: Dos jóvenes en agonía, echando espumarajos
por sus bocas, así abrazados, se fueron camino de la eternidad; ya nada podría separarlos. Hallaron luego debajo de la almohada de
Victor un sobre amarillo, que parecía contener una carta escrita con su puño y
letra, iba dirigida al director de la cárcel, y empezaba con las siguientes
palabras:
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“Juro por mi propia vida, y
por Rosalinda, la mujer que mi corazón ama, que ustedes han cometido conmigo
una injusticia muy grave….”
Manuela llevaba días
masticando rencores en la nueva casa donde le habían dado trabajo de
cocinera. Y es que no se podía sacar de
la mente, las falsas promesas que aquellos bravucones le hicieran. Los delincuentes que perpetraron el robo y el
crimen en la vetusta casa de la hacendada, no habían cumplido con darle su
recompensa a la amargada cocinera. Y
ésta lejos de resignarse, decidió vengarse de aquellos burladores; y un fin de
semana salió de su empleo resuelta a denunciar aquel crimen ocurrido en la
hacienda. Manuela era una mujer del
vulgo, totalmente desprovista de algún rastro de inteligencia; era más bien una
persona bestializada, con mucha amargura en el alma y una buena dosis de
frialdad. Y así en ese estado en que se hallaba, llena de ira y deseos de
venganza, se acercó al primer puesto policial que encontró en la ciudad, y
relató con lujo de detalles como fue que ella les pasó la voz a esos asesinos,
para facilitarles la entrada a la casa de la hacienda; las señales que les dio
a los delincuentes, lo de la ventana
entreabierta, lo del cofre con las alhajas de su patrona, lo del mayordomo
jovencito y muy delgado, que dormía en la planta baja, etc. Y finalmente les dio a las autoridades las
señas y domicilios donde podían ser encontrados los peligrosos maleantes. Desde ese día ya han transcurrido tres
meses. Y hoy al fin a esos dos mustios novios, se les ha hecho justicia…aunque muy tardíamente.
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Hoy yacen condenados a prisión
perpetua los dos criminales que entraron a robar y matar aquella infausta
noche. Y a Manuela, la cocinera, le
dieron quince años de pena privativa de
la libertad por complicidad y encubrimiento.
Ha regresado el otoño a aquel
cuarto cerrado de la humilde costurera.
En una mesita llena de polvo se encuentra un retrato con la única fotografía de aquellos infortunados novios. Sus rostros unidos y sonrientes; más allá la
máquina antigua de coser, que le dejara en herencia a Rosalinda, su abuelita
que la crió. En una mesa contigua están
el alfiletero, la cinta métrica, y algunos retazos de tela; la ventana está
abierta de par en par, y por allí se cuela el frío viento de esta tarde de
mayo; se mecen las cortinas y el largo tul del vestido de novia, que pende de un perchero. Todo es silencio en aquel cuartito, al que le
va llegando el crepúsculo. La belleza de
los bordados del vestido satinado de blanca pureza, resalta en medio de aquel rincón de
sueños del ayer. El vestido de novia que
nunca pudo ser estrenado. De pronto se posa un ave gris en el alfeizar
de la ventana; y emite un trino, un cantar de nostalgia por los novios
ausentes. ¡Cuánto silencio después de
aquel canto de atardecer! Me asomo a la
ventana, y hay soledad en el celaje.
FIN
Autora:
Ingrid Zetterberg
Lima –
Perú –
Víctima inocente
Chosica es un pueblito rural en las afueras de Lima. Tiene viñedos y un río que corre bullicioso entre las piedras. El sol alumbra todo el año en esa aldea.
En el invierno limeño, numerosas familias acuden desde la capital, para acampar con sus fiambres y sus manteles en los verdores de Chosica, y almuerzan allí a la sombra de frondosos árboles.
En el pueblo de Chosica también habitan personas muy pobres en barriadas, que son casitas formadas con esteras muchas veces, sin protección contra la lluvia, allí moran niños de caritas tristes, los de las voces humildes. Hace poco un hecho muy doloroso en aquel lugar, conmovió muchos corazones.
Una mañana, un pequeño de ocho años que vivía de las limosnas de la gente, y que pasaba las noches arrinconado en el umbral de una iglesia, (desde que muriera su madre hacía un año), se juntó con otro niño de su misma edad y decidieron ir a vender caramelos.
Ambos niños subieron a un ómnibus de pasajeros, cada uno llevaba una bolsita de caramelos de limón. Pero antes de empezar a vender habían acordado
cantar cada uno cualquier canción, para los distraídos oyentes. El amiguito cantó un vals criollo que se sabía de memoria, y el pequeño vagabundo de nuestra historia que se llamaba "Pedro", decidió en cambio recitar un poema a su madrecita muerta, y los versos decían así:
Madre,
tú me criaste en tu vientre
desde que yo era pequeñito,
como un granito de habichuela.
Madre,
tú regaste con tu llanto
mi cabecita afiebrada,
en tus noches de desvelo;
y me arrullaste
hasta que el sueño
cerraba mis ojitos.
Madre,
tú me cantabas
canciones de cuna
para calmar mi llanto.
Madre,
y ahora que te has ido
en mi pecho hay un quebranto
y ha quedado solo nuestro nido.
Madre,
ya no sé lo que son tus besos
desde que te fuiste al cielo,
y he quedado solo y abatido
en este suelo.
Madre,
yo voy por las calles solitario
y todavía te espero,
no tardes, llévame contigo,
que todavía te quiero.
El niño acabó esta última estrofa llorando, y todos los pasajeros empezaron a aplaudir al pequeño aprendiz de poeta. Algunas señoras alargaron sus
manos para acariciar la cabeza del niño huérfano. Y muchos empezaron a comprarles sus caramelos de limón. "-¿Cuánto cuesta hijito?-" les preguntaban.
Y los pequeños contestaban: "-A veinte céntimos la unidad.-" Y así los pequeños amiguitos lograron vender esa mañana casi todos los caramelos de limón. Cuando bajaron del ómnibus el amiguito le preguntó a Pedrito: "-¿Dónde aprendiste esa poesía?-" y el niño contestó: "-La aprendí en un libro de
lectura en mi colegio.-" "-Pero tú no vas al colegio.-" le replicó el amigo. "-No, ya hace tiempo que no voy, desde que mi mamá se murió.-", contestó Pedrito.
"-¿Sabes?-" le dijo el otro niño, y agregó: "-Vamos a comprar un juguete con lo que hemos juntado de la venta de los caramelos.-"
"-Si,-" contestó Pedro entusiasmado. "-Yo quiero un barquito de plástico que he visto en el mercado.-", dijo el niño huérfano. "-Yo también.-" respondió
el amigo. "-Vamos para allá.-" Y llegando al mercado vieron a un vendedor ambulante, que tenía esparcidos en el piso, sobre una tela de tocuyo, varios
juguetes de plástico, y entre ellos sobresalían barquitos de diferentes colores.
"-¡Yo quiero el azul.!-" dijo entusiasmado Pedrito. "-Y yo el verde.-" contestó su amiguito con la misma alegría.
"-¿Cuánto cuesta?.-" preguntaron los niños al unísono, y el vendedor les dijo: "-A S/.2.00 dos soles cada uno. Los niños contaron todo los céntimos que
traían en sus bolsillos, y vieron con ilusión que aún tenían más de dos soles. Entonces le pagaron al vendedor, que les envolvió en una bolsa sus barcos.
Era el mediodía, y en las cercanías de una polvorienta barriada, corría una ancha acequia de aguas malolientes, mezcladas con barro, y hacia allí se
dirigieron los niños. Su anhelo era hacer flotar sus barcos en esa corriente de agua tumultuosa. En su inocencia, ignorando el peligro, los niños se
inclinaban sobre la acequia y sumergieron sus barquitos de plástico sobre las aguas, pero Pedrito al ver que la corriente se llevaba rapidamente su preciado juguete, agarró una rama delgada que estaba en el suelo, e inclinándose para tratar de jalar su barquito, la fatalidad hizo que el peso de su cuerpo lo venciera, y cayó el pobre niño a las aguas, e inmediatamente su cuerpecito fue arrastrado por la corriente.
El otro niño corrió a dar aviso a los vecinos y a la gente que transitaba por la zona, de lo que había acontecido. Los vecinos llamaron a los bomberos, que no tardaron mucho en venir al lugar del accidente, y estos valerosos hombres lucharon por cinco horas para sacar el cuerpo del infortunado Pedrito, que fue encontrado luego a varios kilómetros de distancia. Uno de los bomberos llevaba el cuerpo fláccido e inerte entre sus brazos. Fue conducido al Hospital más cercano, donde sólo constataron su deceso. Nada se pudo hacer por el inocente angelito. Su padre, que lo había abandonado desde la muerte de la madre del niño, fue avisado por los pobladores, y lleno de remordimiento pidió dinero a las autoridades para darle a Pedrito cristiana sepultura.
Y así terminaron los breves días de este infortunado niño de la calle. Huérfano y sin esperanzas, con ropita de andrajos, limosneando siempre un poco de pan, así hay muchos niños que deambulan por mi ciudad. Y pareciera que en aquel poema aprendido en sus días escolares, lo hubiera recitado como un presagio, como una plegaria, que fue oída allá en el cielo, por su pobre madre.
(De mi poemario: "Jardines de antaño")
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EL REGALO QUE LLEGÓ DEL CIELO
Corría el año 1,942, y el fragor de la segunda guerra mundial estaba en
todo su apogeo. Benny Milton era un alférez norteamericano que había
dejado en casa a su joven esposa y a su pequeña hija de cuatro años
de edad, esta última de nombre Mildred. Eran mediados de Noviembre,
y Benny había cruzado el atlántico en un navío militar junto al resto de la
tripulación.
Siendo aliados de Inglaterra, peleaban contra la Alemania nazi. Meses
antes de partir a la guerra, Benny le había prometido a su pequeña niña,
Mildred, el regalo que más ella ansiaba: Se trataba de un cachorrito, el
cual su papá le había prometido para esa navidad.
Benny Milton se había esperanzado en que quizás le darían permiso
para volver a casa en noche buena. Pero recibió de parte del Capitán, la
noticia de que no habrían permisos en ese año para ningún oficial de la
marina. Mas un presentimiento llenó el corazón de Benny Milton.
Tuvo una noche un sueño en que veía a su joven esposa y a su hijita
Mildred, alejarse solitarias por un largo sendero, ambas vestían trajes
de luto. Y Benny despertó angustiado. Fue este sueño triste lo que
convenció al alférez de nuestra historia, de enviarle a su amada esposa
un mensaje por radio, que decía escuetamente: “Amor, si algo me
llegara a suceder, cómprale un cachorrito a mi Mildred, pero dile que
papá se lo envía desde el cielo”.
Se interrumpió la llamada, y la señora Milton se recostó en un sofá con
pálido semblante y una angustia que le llenaba el alma.
En esa navidad de dolor no habrían villancicos ni el arbolito de pino
junto a la chimenea. Todo era soledad.
Una madrugada el navío estadounidense fue duramente atacado por
una embarcación alemana, y desgraciadamente el Alférez de Fragata,
Benny Milton junto a otros tres compañeros, resultaron muertos. Era el
amanecer del 21 de Diciembre de 1,942.
A fines del mes de Enero, una tarde llamaron a la puerta de la familia
Milton, en la ciudad de Michigan. Atendió la señora, y vio delante de ella
al Capitán de Corbeta, de apellido Howard, quien fue el encargado de
darle la infausta noticia; a lo cual ella quedó en estado de conmoción.
Dos meses después recordó con dolor el dulce encargo de su esposo
para su amada hija. Y sacando fuerzas de donde no las tenía, se
apersonó a una tienda de mascotas y escogió un tierno cachorrito de
raza Golden Retriever, el cual fue enviado al día siguiente a la casa de
los Milton. La pobre madre fingió sorpresa al verlo, pues Mildred con
toda la inocencia de sus infantiles años, había bajado corriendo las
escaleras, y al contemplar al pequeño cachorrito lloró de alegría y
emoción, diciendo alborozada: “¡Papá no se olvidó!” mami, mami:
“¡Papá no se olvidó!”
Fue entonces que la niña se percató de la ausencia de su padre, y
preguntó: “¿Y papá no llegó con el perrito?” A lo que su madre
respondió: “Papá te lo envió desde el cielo, mi amor”.
Y desde entonces, a pesar de aquel adorable cachorro, supieron para
siempre, que ya nunca nada sería igual; y que no habrían más
navidades como las de antes.
FIN
Ingrid Zetterberg
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